Pablo Martín Sánchez
Rigor mortis
Llevaba unos tejanos rotos y una camiseta naranja con un dibujo del Pato Donald. Por eso me sorprendió cuando apareció en mi cuarto y me dijo:
—Hola, soy la Muerte.
Había que ganar tiempo como fuese, así que respondí lo primero que me pasó por la cabeza:
—Perdona, pero estás muy equivocada: la Muerte soy yo.
Se quedó de piedra, desconcertada, como intentando evaluar si a ella también le habría llegado la hora. Posó su mirada sobre mi pijama azul con dibujos del Tío Gilito y pareció entenderlo todo, porque inmediatamente respondió:
—Lo siento, lo siento de veras… Debe de tratarse de algún error. Revisaré mis archivos…
—No importa, no importa –le dije con una amplia sonrisa mientras la acompañaba tranquilamente hacia la puerta de salida–. Otra vez será.
Musitó una nueva excusa y desapareció por el hueco de la escalera. Entonces cerré rápidamente la puerta y corrí hacia el armario de mi cuarto. Saqué la escopeta de caza y me aposté en la ventana que daba a la calle. En cuanto vi la camiseta naranja salir del portal disparé dos veces. Y antes de que cayera al suelo le grité:
—¡Nunca me han gustado los cargos vitalicios!
“Jódete”, pensé mientras cerraba la ventana. “Por lo de mi tío Anselmo.” Entonces volví tranquilamente al armario, dejé la escopeta y empecé a buscar entre mis ropas. Una camisa floreada y unas bermudas a rayas me parecieron la combinación ideal para mi nuevo cargo. “Lo importante es pasar desapercibida”, me dije observándome en el espejo.
Salí a la calle y me puse a trabajar, pensando ya en las vacaciones.
Metamorfosis
En Barcelona hay una plaza con una espiral.
Miento: en Barcelona había una plaza con una espiral. No es que la plaza haya desaparecido, es que ha desaparecido la espiral.
Pero ya estoy mintiendo otra vez: la espiral no ha desaparecido, sólo se ha transformado.
Es una plaza asfaltada, redonda, amplia, despejada y solitaria, desde cuyo centro surge (o surgía) una enorme espiral de pintura blanca, que desaparece tras girar sobre sí misma en el sentido de las agujas del reloj. Tendrá unos veinte metros de diámetro (si es que es posible hablar de diámetro tratándose de una espiral) y el grosor de la línea rondará los treinta centímetros. Tal como empieza, se acaba: abruptamente. Como la vida o una novela inacabada. Suelo ir a pasear por allí al caer la tarde. Me gusta sentarme en los bancos que rodean la plaza y reseguir con la vista la espiral de pintura blanca. Algunas veces, incluso, si no hay nadie en la plaza, me aventuro a recorrer a pie la sinuosa línea: pasito a pasito, punta con talón y talón con punta, avanzo lentamente con los brazos en aspas y la mirada baja. Sísifo funambulista en infinita penitencia. Seguro que no soy el único que lo hace, siendo la tentación tan fuerte. Hacer y deshacer la espiral. Hacer y deshacer y hacer y deshacer una y otra vez la espiral. Una forma como cualquiera de ordenar mi vida. Pero ahora estoy confuso: la espiral se ha transformado.
Ocurrió la semana pasada. Al caer la tarde de un caluroso día de verano. Estaba tan absorto en mis pensamientos que sin darme cuenta llegué al centro de la espiral. No había nadie en la plaza y empecé a reseguir maquinalmente la línea de pintura blanca. Pero al llegar al punto en que habitualmente se acaba la espiral y doy media vuelta, la línea seguía. Quedé profundamente desconcertado. Cierto es que la pintura era menos intensa y el trazado más irregular, pero al alzar ligeramente los ojos comprobé que continuaba todavía unos metros y giraba entonces repentinamente hacia la izquierda. Continué caminando con la mirada baja, talón con punta y punta con talón. Giré a la izquierda en el recodo y levanté la vista: la pintura se prolongaba en línea recta veinte o treinta metros más, abandonando la plaza y perdiéndose en el cambio de rasante de la acera que anuncia la calle. Di un respingo. Y me puse a correr. Al llegar a la acera, la línea de pintura terminaba, coronada a poca distancia por un punto blanco de unos cincuenta centímetros de diámetro. Me di la vuelta, y la perspectiva puso ante mis ojos con claridad meridiana el resultado de la metamorfosis: la espiral se había convertido en un enorme y alambicado signo de interrogación.
Desde entonces no he vuelto a ir a la plaza. Me inquieta la posibilidad de que se hayan producido nuevas transformaciones. En el bar donde desayuno cada mañana presto atención a los comentarios de la gente; y aunque todo el mundo actúa como si no hubiese ocurrido nada, puedo percibir en sus miradas esquivas y en sus inhabituales silencios un poso de preocupación. Pero si me he decidido a escribir estas líneas es porque hace unos minutos ha ocurrido un hecho excepcional: han llamado a la puerta de mi casa. Yo no suelo recibir visitas. He abierto. No había nadie, pero en el suelo habían dejado un sobre. En el anverso, una espiral dibujada; en el reverso, un interrogante. He salido corriendo al balcón, con el tiempo justo de ver a una chica de pelo moreno y alborotado alejándose calle abajo. Le he gritado no recuerdo qué y se ha girado. Me ha parecido que sonreía. Con un dedo ha dibujado en el aire la forma de un interrogante y ha desaparecido al girar la esquina.
El sobre me quema en las manos. Hay algo duro dentro. Lo miro, lo huelo, lo abro. Tan sólo hay un CD. Lo introduzco en el ordenador. Es un vídeo de unos tres minutos. Al acabar la proyección, respiro aliviado. Sonrío. Enciendo un cigarrillo y vuelvo a la plaza.
En Barcelona hay una plaza con un interrogante.[1]
[1] Nota del editor: El autor nos envió, junto al manuscrito de Fricciones, una copia del vídeo de tres minutos que arroja algo más de luz sobre la metamorfosis de la espiral. El lector curioso que quiera conocer el contenido de la grabación no tiene más que entrar en la web de la editorial (www.edalibros.com) y desentrañar el misterio.