Adriana González Mateos
"Queso de puerco"
Se encontró un cadáver cuya cabeza había sido sustituida por la de un cerdo. El periódico da la noticia en el marco de una serie de asesinatos sucedidos en un lejano lugar desértico que apenas conoces aunque es parte del país, lo has visitado, conoces gente de ahí. Tu primer impulso es voltear la página, leer algo distinto. El miedo parece extenderse sobre el papel y empezar a chorrear al suelo con un sonido opaco. Sabes que se quedará ahí, impregnado, atrayendo piaras de insectos. Por un instante detestas al periódico, a toda esa gente que trabaja día tras día para hacer posible que la información fresca llegue tu mesa. La frase te da náuseas. Decides limpiar el refrigerador para tirar el menor vestigio de carne, el más pequeño indicio de lo que alguna vez haya sido un cerdo.
En realidad quisieras estar en otro mundo.
No es tan fácil. La imagen hace su trabajo en ti. Aunque quisieras, no puedes evitar otras: los pasos de quien fue acorralando a ese hombre, probablemente un panzón con sombrero que gastaba dinero en hebillas y manejaba camionetas. No te cuesta mucho imaginarlo a él, pero el perseguidor es más difícil: él, ellos huyen de tu mente, que en cambio hace esfuerzos por seguirlos, quizá porque mientras permanezcan en las sombras no podrás librarte de sus siluetas agazapadas tras las puertas.
Empecemos con eso: él, ellos tienen que haber usado zapatos. La mañana de un asesinato, quien va a cortar una cabeza se sienta como todos los días a amarrarse los zapatos, dedica unos segundos a preguntarse qué calcetines, se mira en el espejo. Y después no cuesta nada imaginar que va a algún lado a cenar. Tú ya estás lavando platos y procuras olvidar la noticia: ellos sin duda acabaron el trabajo y en el trayecto hacia lo que seguía (¿irían por unos tacos?) quizá prendieron el radio y buscaron su música favorita.
¿Hicieron chistes?
En ese viaje hacia los tacos uno de ellos imitaba los gritos de pavor del muerto, sus maldiciones al verse perdido, sus juramentos de venganza, todo en un falsete ridículo que hacía carcajearse a todos: chillaba como un cerdo.
Ninguno quería despedirse, nadie quería quedarse solo. Por eso siguieron la parranda hasta muy tarde, tomaron cantidades navegables y se metieron lo que pudieron. Varias mujeres les ayudaron a desempeñar sus papeles, dejándose amasar y desnudar, bailando con ellos, riéndose todavía más fuerte. Nadie se rajó contando lo que habían hecho, y a ellas tampoco les interesaba enterarse, que ya bastantes preocupaciones tenía cada una tratando de llegar al fin de la semana sin caer en problemas imprevistos.
Debe haber sucedido así, sin nada inesperado que los aparte a ellos o a ti de los lugares comunes más flagrantes que permiten el funcionamiento de las cosas. O tal vez uno de ellos está a punto de quebrarse y se pregunta por qué está viviendo esta noche. No acaba de pasársele el olor de la sangre, le regresa en medio de la parranda, quiere espantársela como las vacas se espantan las moscas con la cola, aunque los cerdos tienen una piel muy dura y conviven con ellas sin tantos remilgos.
A él le molestó percatarse de que la sangre del muerto se estaba mezclando con la del cochino. Le pareció mal y se limpió las manos, pero tuvo que seguir trabajando, se encargó de que al final los dos cadáveres parecieran uno. Eso ya no lo cuenta el periódico: en algún lugar apareció un puerco degollado con una cabeza de hombre paralizada en un gesto de escándalo. Porque él es así: en algún momento se dejó llevar por la pasión de lo que estaba haciendo. Lo obsesionó pensar que la cabeza se quedara suelta. Se dio sus mañas para conseguir ese remate que a los demás no les importa, pero a él le da una sensación de deber cumplido, de no haber dejado cabos sueltos. Esa fama la tiene bien ganada: es muy cuidadoso con lo que hace. Los demás repelaron un poco por la pérdida de tiempo pero lo dejaron hacer. Están acostumbrados y prefieren no llevarle la contraria.
Por eso es un poco raro que ahora, en medio de la música y el aguardiente, el olor le regrese de vez en cuando y lo haga fruncir la cara. Si él se aseguró de dejar todo terminado. La mujer sentada en sus piernas intuye algo, porque extrema sus ternuras y sus chistes y le acerca las tetas a la cara. Antes de agarrárselas él piensa que se las ofrece como si estuvieran en un plato, bien aderezadas. Para espantar esas ideas levanta un cuchillo de la mesa y se lo pasa a ella por el cuello, mira cómo su piel se va erizando al contacto con la hoja. Mira su sonrisa congelada, su decisión de fingir que acepta esa caricia como cualquier otra.
Más tarde ella va a llorar sin poder recuperarse, pero va a ser porque se le rompió un zapato y ahorita no tiene dinero para comprarse otros.
Como si fuera un paso más en la rutina, otra de las pequeñeces necesarias para limpiar la cocina, doblas el periódico y lo tiras a la basura, que en ese mismo instante sacas de la casa.
Cuando regresas te molesta un poco la limpieza: el piso de mosaico recién trapeado, los platos escurriéndose, la mesa impecable te parecen un poco fuera de lugar. Te remuerde tu cocina. Cierras la ventana, aunque la mañana es linda y hasta este momento te había gustado tener como fondo el canto de los pájaros. Pero quieres dejar por un rato fuera el mundo de donde vienen los periódicos. Te paras a la mitad del cuarto, preguntándote qué más debes tallar para subrayar esta blancura. En el borde de la ventana, donde hace un momento se posó tu mano, alcanzas a ver la lenta formación de un charco que va engordando poco a poco, como si el líquido rojo tuviera la espesura, el olor del que tú tampoco consigues olvidarte.