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Naief Yehya

Terreno común

El teléfono no debería nunca sonar. Por lo menos, nunca antes de las seis de la tarde. Cuando

sucede, invariablemente es para dar malas noticia. O bien para interrumpir, para hacerme la vida

miserable, para tener que escuchar imbéciles que venden cosas o que piden donaciones, para oír a los

tarados que dicen ser mis amigos o para someterme a toda clase de conversaciones absurdas. El día en

que Naief Yehya me llamó no fue la excepción.

Era la una y cuarto. Estaba tratando de terminar un artículo. No me sentía bien, seguía bastante

crudo. Me dolía la cabeza y me temblaban las manos. Sonó el teléfono. Yo tan sólo quería callarlo,

aunque fuera contestándolo.

—Bueno.

—Sí. Quisiera hablar con el maestro Yehya.

—¿Maestro de qué? Si nunca he dado clases, ni enseñado nada de provecho a nadie.

Hubo un silencio del otro lado de la línea, Imaginé que se trataba de algún burócrata segundón

invitándome a una conferencia o a ser jurado de algo. Aunque siempre podía tratarse de un autor

precoz o un estudiante buscando alguna de las pendejadas que buscan a menudo los jóvenes con

aspiraciones a convertirse en escritores. Finalmente escuché una risa tímida y la voz dijo:

—Señor. Quería comunicarme con usted porque tengo mucho interés en hacerle una entrevista.

—¿Una entrevista para qué, para quién?

Me explicó que la publicaría en el periódico, en uno de esos diarios mediocres que pretendían

ser de izquierda mientras se mantenían del presupuesto oficial y servían como plataformas

propagandísticas para políticos del partido en el poder. Me desagradó su voz titubeante, su


complacencia compulsiva, la manera en que respiraba pesadamente cerca de la bocina y punteaba sus

frases, nada cómicas, con risitas. Mientras hablaba, yo pensaba en pretextos para justificar mi

negativa. Pero como me suele suceder, terminé aceptando, no me atreví a herir su amor propio

mandándolo al carajo.

—Yo paso a verlo el jueves—dijo y me repitió su nombre.

No me asombraba tanto su absurdo entusiasmo por entrevistar a un escritor segundón y

bastante desconocido, como su despistado idealismo, su bochornosa ingenuidad y una ignorancia tan

tóxica que al parecer no le permitían darse cuenta de quien era yo.

Y el jueves a las diez de la mañana Naief Yehya llegó puntual cargando libreta, grabadora,

cámara y un par de mis libros. Lo invité a pasar a mi estudio. Miró mis libros con fingido interés.

Elogió mi departamento, “tan lleno de ideas, arte y memoria”. Le ofrecí algo de tomar, sintiéndome

muy arrepentido de haberme prestado a semejante tontería. Pero mi entrevistador parecía no darse

cuenta de lo ridícula que era la situación. Lo invité a sentarse y le dije que mejor comenzáramos la

entrevista, porque tenía un compromiso. Creo que sintió cierta hostilidad en mi voz y reconoció mi

urgencia por escaparme de su presencia.

—Maestro. ¿Por qué abandonó usted la ingeniería y se entregó a las letras?

—Antes que nada, no entiendo porqué me llamas maestro. Soy Naief, nomás así.

—Disculpe… disculpa, Naief. Es que no se me da muy bien tutear a…

—¿A quién? ¿A los vejestorios como yo?

—No. ¿Cómo crees? –dijo sonrojándose y bajando la vista.

—Dejé la ingeniería por idiota. Ahora tendría un sueldo, seguro médico, quizás el respeto de

mis colegas y empleados. Pero no quise tener responsabilidades ni pasar el resto de la vida encerrado

en fábricas. Además me gustaba contar cuentos, me encantó la ilusión de celebridad que te da ver tu


nombre impreso en un diario, revista o libro, sin importar que el papel es efímero, delicado y

combustible en sentido estricto.

—¿Pero estabas siguiendo tu verdadera vocación?¿Tu llamado?

—O tal vez dejándome arrastra por la hueva, la ley del mínimo esfuerzo y un ego

prematuramente sobre inflado. ¿Cuál vocación? Qué llamado ni qué la chingada.

—Creo que no soy el único que puede decir que tu elección fue un gran acierto.

—Me parece que sí eres el único. Pero eso ya es otra historia.

Lo miré buscar desesperado entre sus retorcidos apuntes, mis manoseados y subrayados libros.

Lo había confundido y ofendido. No era para menos. ¿A quién podía darle gusto reencontrase con sí

mismo 20 años más joven, esbelto, despreocupado, listo para cometer la caravana de errores que lo

llevarían a terminar agrio y enclaustrado?

—Naief, has escrito novelas, libros de cuentos y de ensayos. ¿Qué es lo que te da cada género?

—Esto me lo preguntan cada vez y la respuesta de cajón es previsible: cada uno me da la

posibilidad de explorar distintos intereses y echar mano de recursos diferentes. Cualquiera puede

justificar esta esquizofrenia. ¿Pero, realmente tiene sentido este regadero de ideas a medio cocinar?

¿No se trata simplemente de una compulsión histérica para llenar espacio, para mostrar erudición que

carezco?¿Tu qué piensas?

—No, yo no sé. A mí me parece muy bien lo que haces.

No dije nada, esperé a ver cómo continuaba. Se puso a buscar algo entre sus notas, nervioso, le

sudaban las palmas.

—¿Es cierto que alguna vez dijiste que lo mejor que te había pasado en la vida era publicar un

libro y lo peor que te había pasado en la vida era publicar un libro?


—A estas alturas ya no sé si lo dije o no lo dije. Lo que debería ser claro es que no importa si

lo dije o no. No sé porque habría dicho que publicar un libro es algo bueno. Es una friega,

pésimamente remunerada, una experiencia traumática y casi siempre decepcionante en la que un grupo

de gente deposita recursos, esperanzas y atención en tu trabajo. Es demasiado estresante, requiere de

paciencia, confianza y un gusto por trabajar con otros que no tengo. Si lo tuviera, sería ingeniero y me

encargaría de líneas de producción, de materiales y procesos, de tiempos y movimientos, de la

sistematización de operaciones y la reducción del individuo a pieza mecánica, a refacción.

—El hombre como refacción— dijo riendo, pero al ver que yo no sonreía volvió a hundir la

mirada en sus apuntes.

—¿Usted nunca ha escrito poesía? Acabo de recordar a los dadaístas y su fascinación por la

maquinaria.

—Odio la poesía. La arrogancia de los dadaístas me causa desconsuelo. Salvo Duchamp y

Tzara, que más o menos se salvan, todos y todas eran unos vividores.

—Pero el culto a la máquina…

—¿Qué con él? Los futuristas también lo tenían. ¿Entonces también soy fascista?

—No, por supuesto que no. Es muy distinto. ¿Por qué no hablamos mejor de los motivos que

lo llevaron a la pornografía como tema de estudio?

—¿Y por qué haríamos algo semejante?

Volvió a reír, como si hubiera dicho algo muy gracioso.

—No, yo creo que lo que realmente deberíamos discutir son todos los errores y estupideces que

tu vas a cometer en tu camino para convertirte en mí.

—¿Perdón? No entiendo.

—¿No te das cuenta de quien soy y quien eres tu?


—Bueno, sí hasta cierto punto, en la medida en que uno puede realmente conocerse a sí

mismo.

—No nos hagamos güeyes. Mírame bien. ¿No te parezco familiar?

—Sí, claro lo he visto… te he visto en muchas fotos y en la tele— dijo poniéndose realmente

incómodo, como si temiera que en cualquier momento le agarrara el pubis o lo tratara de besar.

—No me refiero a eso.

—¿Entonces?

—Dime. ¿Comenzaste a escribir en unomásuno, únicamente porque Huberto Batis pensó que

tus textos valían la pena?

—Sí, creo que sí.

—Ahí publicaste un panfleto incendiario y terrorista, en el que pretendías pasar a cuchillo a

toda una generación de escritores mexicanos.

—La literatura a la que estamos condenados… pero no lo escribí yo solo.

—Sí, ya sé. Hicieron su tarea y los premiaron publicando sus primeras novelitas. ¿No te

preguntaste qué seguía después de eso?

—No. Me dio gusto, me imaginé que era una buena forma de comenzar una carrera. Tuve

mucha suerte.

—Lo que deberías preguntarte es adónde te lleva esa carrera.

—Pues a donde vamos todos los escritores.

—¿Y dónde es eso? ¿Al Olimpo de Microsoft Word?¿A la conquista de la fama, fortuna,

mujeres? ¿A la gloria, de convertirte en un Dostoyevski chilango, un Mark Twain con aliento de

taquero, un Molière azteca?


—No, pues simplemente es la chamba. El oficio de escribir todos los días, todo el tiempo y de

hacerlo cada vez mejor?

—Como el hámster en su rueda de ejercicios. Quiero preguntarte algo: ¿Dónde te imaginas que

estarás en veinte años?

—No sé, supongo que escribiendo, haciendo lo mismo que hago.

—¿Y eso es vida? ¿Vivir asilado con los ojos clavados en tu miserable monitor, cachando

chambas aquí y allá, padeciendo a editores engreídos, avaros, timoratos y déspotas? ¿Pelear por los

espacios más fregados e ignorados de los diarios y revistas: las jodidas páginas de cultura? Es una

joda, deberías creerme. He pasado por ahí. Sé de lo que te estoy hablando.

—Te creo. Pienso que con esto tengo material suficiente. Muchas gracias, maest… Gracias

Yehya, por la entrevista y la hospitalidad— dijo mientras se ponía de pie y caminaba con sus papeles y

libros hechos un lío entre sus brazos, en busca de la puerta.

Quise detenerlo. Tratar de convencerlo de escoger otra vida, de reconocer que había un millón

de alternativas mejores que vivir de la escritura. Pero no me hubiera escuchado, él seguía creyendo en

el mito del autor. Me vi salir a toda prisa por la puerta de mi condenado departamento, en un

estrafalario escape despojado de cualquier atisbo de dignidad. Mi entrevistador corría dejando caer

papeles, plumas, condones, lápices, gomas, hasta que desaparecí en las escaleras. Cerré pesadamente

la puerta y volví a mi artículo. La cabeza me había dejado de doler.


Naief Yehya

Brooklyn, a nueve de septiembre del dos mil ocho

Naief Yehya: Sobre nosotros

El rescate de Rachid

Rachid y yo veíamos en la tele cómo una mujer que no había visto a su hermana

en 23 años finalmente la rencontraba ahí, frente a nuestros ojos, en la pantalla.

Se abrazaron emocionadas y lloraron así como lo hicieron muchos otros de los

conmovidos espectadores del show de Sally.

Rachid emigró de Afghanistán hace cinco años y no se siente

avergonzado de trabajar en porno shop, como me dijo desde el día en que lo

conocí: Trabajo en un porno shop y eso no es motivo de vergüenza. Rachid

tiene el turno nocturno de limpieza en un arcade de la novena avenida. No tiene

televisión, por lo que de vez en cuando viene a verla a mi casa. Pero acaso,

debido a esa carencia vive en una realidad aparte donde se confunden

recuerdos de la infancia, malentendidos creados por un idioma que aún no

domina, el colapso entre la experiencia televisiva y la realidad. Todo esto

sumado a una voraz ansiedad informativa. Solló en silencio por el encuentro de

las hermanas. Le dije que no era para tanto. Había bebido cuatro cervezas a

pesar de ser un musulmán estricto. Se limpió las lágrimas, se puso de pie con un

aire de solemnidad y fue al baño. Media hora más tarde comencé a inquietarme

porque no salía. Toqué a la puerta y no hubo respuesta. Seguí golpeando hasta

que una voz temblorosa me dijo que pasara. Abrí y encontré a Rachid desnudo,

con un pie hundido en el excusado y tirado en el suelo en una posición que


desafiaba las posibilidades más extremas de la contorsión del cuerpo. Se tapaba

pudorosamente los genitales mientras gesticulaba y murmuraba cosas

inentendibles. Yo le pregunté qué estaba haciendo. ¿Te estabas dando un baño

de pies? Su ropa estaba meticulosamente doblada sobre el lavabo. En lugar de

responder siguió mascullando algo en su dari natal. Tardé en entender que su

pie estaba atorado en el excusado y que a pesar de muchos esfuerzos, sólo

había logrado hincharlo y lastimarse. Estuve forcejeando con él, primero

cuidadosamente y después tironeando salvajemente hasta que sus aullidos me

hicieron caer en cuenta de que así no llegaríamos a ningún lado. Le sugerí pedir

ayuda a alguien. Él me suplicó que no lo hiciera pero salí y llamé a un par de

vecinos que vinieron inmediatamente, confirmando mi teoría de que en mi

edificio nadie trabajaba. En un par de minutos había alrededor de siete personas

jalando la pierna de Rachid, riendo y dando opiniones. Súbitamente y llamados

por quién sabe quien, llegaron los paramédicos y la policía. Jalaron un rato y

luego decidieron desmontar el excusado. Llevamos cargando a Rachid y al

mueble de baño hasta la sala, donde lo pulverizaron clínicamente a martillazos

para sacar sangrando un pie amoratado y fracturado. Los vecinos, parados entre

los charcos de agua que cubrían el piso, aplaudieron cuando la operación

terminó. Rachid berreaba supongo que tanto de dolor como de vergüenza.

Mientras se lo llevaban en una camilla a la ambulancia me dijo: las hermanas

podrán vivir felices juntas ahora. Le dije que no se hiciera ilusiones. Cuando casi

todos se habían ido un dominicano se compadeció de mí y me sugirió que

pegara las partes del excusado. Me puse a recoger los pedazos de porcelana


que yacían por toda la sala pero pronto perdí la paciencia, fui a orinar al

fregadero, saqué la última cerveza que quedaba y regresé a la tele que había

permanecido prendida todo ese tiempo.

Naief Yehya: Texto
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